Pese a que la lonely planet juraba y perjuraba que nadie se bañaba en las playas chilenas, que si la Corriente de Humboldt helaba las aguas del Pacífico y que si tal y que si cual, yo os aseguro que sí, que se meten.
La diferencia es que aquí lo llaman salir de carrete o carretiar.
Por lo demás, todo es bastante parecido por la noche. Lo mismo puede sonar Cristina Rosenvinge que Rafaella Carrá. ¿Y la gente? Bueno, la gente bebe y baila, baila, baila.
Pues eso, que ya tengo un número de teléfono chileno. A partir de ahora será muy sencillo; yo me echo el celular al bolsillo y los que no os conforméis con leer lo que escribo en el blog me podéis llamar o enviar guasaps a este número. Eso sí, teniendo en cuenta la diferencia horaria ¿eh? (cuatro horas antes aquí). Por cierto, que he desconectado el buzón de voz.
Anoche Fabián me invitó a cenar en su departamento. Pues eso, dos manchegos, en la planta veintidós del edificio, tomándose un gazpacho y hablando de lo divino y de lo humano (más de lo humano).
Me da la impresión de que Chile es un país muy protestón, y me gusta. O será que como protestan con la música muy alta la sensación se magnifica.
El caso es que esta mañana, sentado en la escalera de la Biblioteca Nacional (cerrada) he escuchado por los megáfonos una canción que me ha gustado mucho.
Y lo mejor de todo esto es que estoy casi seguro de que cada vez que vuelva a escuchar esa canción recordaré esta mañana.
Aunque la mayor parte del viaje transcurre de noche, amanece justo a tiempo para abrir la contraventana y encontrarse con la cordillera más extensa de toda la Tierra.
Pese a que mi fecha de nacimiento no está en facebook, mis amigos me llaman, me envían guasaps y tal. Mis padres me invitan a comer y, aunque preferirían que fuese acompañado, se limitan a decirme que mejor Chile que China o que Chipre. Eso y, claro, que ande con cuidado. Mi hermana me regala una navaja suiza que tiene tijeras, pinzas y hasta un palillo de dientes. Mis sobrinos me cantan varias versiones del cumpleaños feliz. Mi hermano pequeño me dice que adónde voy sin un peso y me da quince dólares que saca de una caja de esas con llave. Noelia me prepara un par de bocadillos. Los dos me regalan un muñeco y me traen al aeropuerto. Y yo... Bueno, yo me he regalado este viaje.
Pues mucho más lejos de lo que todos los cajeros de todas las oficinas de todos los bancos que no quisieron cambiarme la calderilla se imaginaban.
Porque no era plan viajar con catorce kilos de chatarra en la maleta. Menos mal que mi amigo Dan, que no es cajero pero que siempre lleva encima un fajo de billetes grandes atados con una goma, me hizo el favor de quedarse con las monedas.
Porque este viaje, aunque parezca mentira, salió de unos botes de conserva.